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Como si fuera Sir Galahad en busca del Santo Grial, este pintor inglés se acercó a la cultura del mediterráneo y al orientalismo al encuentro del mito de la inmortalidad. Su rechazo a la vocación religiosa le impedía posicionarse a favor o en contra de lo divino, modos muy recurrentes de conseguir la vida eterna en las distintas mitologías (aunque en ocasiones pagando precios demasiado costosos).

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Con la colaboración de su amada Enriqueta, cuyos encantos eclipsaron a su primera mujer y a sus hijos, consultó sobre la vida eterna a los alquimistas de principios del siglo XX: los boticarios a mitad de camino entre la superstición y los avances científicos. En vano, pretendían la piedra filosofal, coqueteaban con el cinabrio y con el oro del Darro, buscaban néctares o ambrosías imposibles o realizaban transfusiones vampíricas sin resultado alguno.

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Visitó a un labrador de Valparaiso muy popular por la supuesta capacidad de curar con sus manos. Conversó con él mientras se hacía una repugnante infusión revitalizadora con las mudas de las serpientes, esas a las que llamaba “bichas”. Le habló de melocotones y manzanas doradas que nacían en árboles escondidos entre la vegetación de la ribera, frutas que tenían similares propiedades a las manzanas nórdicas de Idum o a los melocotones chinos del Rey Mono. Pero aquellos frutales solo aparecerían en los paisajes que Apperley dibujaba.

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Y aunque le narraron la historia de un pescador de Salobreña que decía haber capturado un pez con rostro humano que si te lo comías te otorgaba la inmortalidad, no se decidió a viajar a la costa para buscarlo. Había leído leyendas similares en referencia a sirenas encontradas en los mares de Japón.

 

Estos devaneos con la búsqueda de la inmortalidad pasaban desapercibidos, ya que se difuminaban en el interés que mostraba por las tradiciones y el patrimonio histórico de la ciudad. Afición que combinaba con el placer de pintar distintas perspectivas de los paisajes granadinos.

 

Un atardecer, cuando dibujaba el valle del Darro desde el camino que conduce a la conocida Fuente del Avellano, llamo su atención un anciano que se acercaba peligrosamente al Tajo del Pollero. Si inmortalizamos aquel instante veríamos una clara similitud con el monumento de la placeta de la calle Gloria. El pincel apuntaba hacia el valle que pretendía plasmar en su lienzo al tiempo que giraba su rostro en dirección al tajo famoso por ser lugar recurrente para gente que decidía dejar el mundo de los vivos.

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Se alejó de su caballete para acercarse a aquel personaje.

Y vio que parecía conversar con una cigarra que permanecía inmóvil

sobre la palma de su mano.

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El anciano se dio la vuelta y fijando su mirada cansada en el pintor

le dijo:

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“Conoce usted el síndrome de Titono. Es el que se refiere, por amor

o egoísmo, a la necesidad de aferrarnos a nuestro cuerpo a medida

que se van desdibujando y se convierte en una triste caricatura de lo

que fue. Ese deseo de la inmortalidad te condena a largas agonías.

Al igual que Titono, quedamos presos de nuestro propio cuerpo al

tiempo que perdemos a la gente querida”.

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Aquella mención a la inmortalidad llamó poderosamente su atención. El anciano siguió hablando, aunque Apperley no sabía si era él, o la cigarra, su interlocutor. 

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“En la mitología griega, Titono era un mortal de una belleza deslumbrante. Eos, la diosa del amanecer, se enamoró perdidamente de él y le rogó a Zeus la inmortalidad para su amado, cualidad que le fue concedida. Pero se le olvidó pedirle al padre de los dioses la juventud eterna para Titonio. Por culpa de aquella frivolidad propia de las divinidades, aquel hombre vivió eternamente encerrado en un cuerpo viejo y deteriorado. Eos, para aliviarle de aquel sufrimiento, decidió convertirlo en cigarra”.

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Claramente era a aquel insecto apergaminado el destinatario de sus palabras. Continuó.

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“Desde entonces, cada mañana, cuando Eos se despierta llora, convirtiéndose sus lágrimas en el rocío del que Titono se alimenta. Cuando el calor aprieta, consciente de la realidad a la que está encadenado, frota sus alas con rabia, un grito para suplicar su muerte a Tánatos, el rey de la noche”.

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Y mientras repetía como un mantra la palabra Tánatos, Tánatos, Tánatos … dejo caer una libreta que escondía bajo su abrigo y se despeñó por el Tajo del Pollero.

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Espantado, el pintor recogió la libreta del suelo y corrió en busca de ayuda. La cigarra, suspendida en el poyete de piedra entonaba un réquiem por el anciano.

 

Esta fue la extraordinaria manera de como George Owen Wynne Apperley supo de la existencia de los inmortales. Aquel diario lo contaba todo, de un modo desordenado, en ocasiones incoherente. Pero allí estaba el saber que siempre buscó y que, ahora, le había encontrado a él.

 

Según contaba aquel anciano, un pequeño grupo de inmortales habitaba la ciudad de Granada. Y con aquella letra insegura, como un ovillo desmadejado, respondía una pregunta que Apperley se había hecho demasiadas veces ¿una persona nace o se hace inmortal? Pues las dos cosas y ninguna.

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Al parecer, según rezaba el diario, algunas personas tenían una predisposición genética a la vida eterna, a evitar la oxidación de sus células y el consecuente deterioro de sus tejidos, a esquivar la apostosis. Pero esa potencialidad debía activarse a través de agentes externos y estos eran tan variados como las teorías que planteaban las historias enredadas en las distintas mitologías y leyendas.

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En esta ocasión, las aguas medicinales de una fuente escondida en Granada.

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También respondía al modo en el que los inmortales eran capaces de ocultar su presencia. Cuando lo creían conveniente, dejaban de beber agua del manantial y envejecían como cualquier mortal. Cuando el cuerpo estaba muy deteriorado, simulaban su muerte y viajaban lejos, llevándose consigo el agua de la eterna juventud.  Al ingerir aquel néctar recuperaban la lozanía y, al cabo de varios años, volvían a la ciudad granadina. Retornar como el ave fénix, que según las creencias populares cada 500 años quedaba consumida por el fuego o el sol y renacía de sus propias cenizas en un ciclo eterno.

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En el diario indicaba como reconocer a los inmortales. Todos ellos tenían un símbolo en sus casas que avisaba de su presencia. Y en las manoseadas hojas aparecían garabatos que los describían. El Anj, conocido también como cruz egipcia, un jeroglífico egipcio que significa vida; el pavo real representado con la cola plegada y bebiendo de un cáliz o una fuente, un símbolo del ciclo eterno y vital de la naturaleza; o el Uróboro, el antiguo emblema de un dragón o serpiente que se muerde la cola en un círculo sin fin.

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Pero aquel anciano no lo soportó más y decidió romper con un modo de vida que se había convertido en una prisión cuyo carcelero era el síndrome de Titono. Era más que evidente que acumular años contra natura provocaba cambios en el carácter. Y no era sólo una cuestión psíquica; tal vez el amasijo de mutaciones genéticas incontroladas terminaba, de un modo sutil, convirtiendo a los inmortales en criaturas inhumanas.

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Aquellos descubrimientos lo hechizaron. Debía encontrar a los inmortales. Su amor por el patrimonio de Granada, por curiosear escudos y grabados de las casas solariegas de esta ciudad, le permitió localizarlos sin despertar sospechas.

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Se sabe que Apperley, en las décadas de 1920 y 1930 cambió su estilo pictórico; dejó a un lado los paisajes y su estilo evolucionó; ahora prefería pintar retratos costumbristas. Y algunos de ellos, los que no respondían a un encargo sino a su elección, pertenecían a gentes cuya vida se contaba por siglos. Mientras plasmaba en su lienzo aquellos rostros de los hombres y mujeres inmortales que encontraba, confraternizaba con ellos. Y así, formó parte de aquel fantástico o siniestro secreto.

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No sabemos si este pintor adquirió la inmortalidad, pero sus continuos viajes de Tanger a Granada sirvieron para reunir a aquellas personas que esquivaban a la muerte y que desde entonces se llamaron “Los Herederos de Apperley”.

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